El manantial

“El Manantial Creativo”



En “El manantial creativo” se describe la construcción, gracias a la actividad del fluir creativo, del cauce en el que se van a ir inscribiendo la línea de los acontecimientos, la línea del lenguaje, de la lógica, del pensamiento y del tiempo.
Existe una relación profunda entre sinestesia y símbolo, que comparten la misma estructura de relaciones duales gratuitas y estables. Esta relación va a permitir la construcción de la imagen auditiva compleja que llamamos pensamiento interiorizado, verbal y lineal.
El lenguaje es una extensa sinestesia estable entre perceptos visuales y espaciales, entre lo que procede de los sentidos y de los sentimientos, e imágenes auditivas pautadas con una estructura rítmica.

“La península” (2011) © Emilio González Sainz                                 

“El manantial creativo” trata de profundizar en la función de la sinestesia en la construcción de nuestra forma de conocimiento.
Este texto aparece en el libro “Colección UC de Arte Gráfico Donación de Fernando y Juan Silió”, publicado en mayo de 2011 por la Universidad de Cantabria. Y, el 7 de noviembre de 2011, en este blog.

El Manantial Creativo

I.                    La colección como río.
La actual colección de arte gráfico nace de la confluencia de tres corrientes emocionales y conceptuales que le dan forma y sentido. Por una parte, el caudal formado por las fuentes creativas, la colección en crecimiento. Fernando Silió, en el año 1995, abre una línea de trabajo inspirada en la vocación de difundir, de facilitar a los amantes del arte, para los que obra original no es asequible, el acceso a la creación contemporánea. La idea es ocupar el espacio de uso cotidiano, crear una relación directa de convivencia con el arte útil que da forma al hábitat familiar, al paisaje del hogar. No son únicamente necesarias las grandes obras almacenadas en espera de los espacios singulares de exhibición. Se trata de hacer posible la relación en el entorno cercano de la vida cotidiana. Es este proyecto, un factor fundamental es la generosidad de los artistas implicados, que hacen un trabajo experimental, dentro de los requerimientos propios de la obra gráfica, pero representativo en el contexto de su trayectoria. Para abrir un diálogo que implique en la recepción a un mayor número de interlocutores.
En segundo lugar, el deseo de la donación, de Juan Silió, el recuerdo, la memoria, el homenaje al padre. Y la pulsión generosa de compartir una trayectoria, un legado, con una institución pública, que lleva a que las fuerzas implicadas en el proceso hagan que la colección cobre un nuevo sentido. Hay una ilusión personal que fecunda el espíritu de la donación, que se prolonga en la generosidad general del coleccionista, que se difunde por medio de la idea del arte compartido, de la experiencia y la necesidad del arte dialogado. Hay varias conversaciones, varios susurros que van dando forma a una misma música, en la que interviene la memoria de un camino recorrido, la necesidad de compartir unos hallazgos, unos bienes culturales, y la vocación de inscripción en el entorno de una cultura.
En tercer lugar, la apertura receptiva de la Universidad representada por su rector, Federico Gutiérrez-Solana Salcedo. El beneficio mutuo prolongado en el servicio, en el beneficio social, generado por la tensión necesaria, complementaria, entre donación y aceptación. No sabemos cuál es la causa o el efecto, ya que muchas veces es la receptividad la que provoca la actuación del emisor. Una aceptación que también cierra un ciclo de cara a los compradores involucrados en el primer proceso, al pasar la colección, que su participación hizo posible, a quedar integrada en una institución pública como la Universidad de Cantabria. Los receptores se convierten en nuevos emisores que crean un tejido de diálogos que da forma al entramado de la cultura. Las fuentes se mezclan, confluyen, dan entidad al conjunto de una colección, de un proyecto hecho realidad.

II.                 La obra gráfica como lugar de confluencia.
La obra gráfica como gozne que articula lo que era la ilustración, la estampa, y las nuevas formas del arte contemporáneo; como encrucijada en la que concurren la vocación de difusión de la obra, y la necesidad de una recepción aurática, íntima, dialogada; como lugar de confluencia entre imagen y palabra, cabo de las tormentas en torno al que no puede dejar de agitarse al arte más actual.
Las relaciones entre imagen y palabra están marcadas por el concepto de sinestesia.  A las relaciones sinestésicas objetivadas, gratuitas, sometidas a acuerdo social, estables, las llamamos símbolos. El símbolo es una sinestesia rigidificada, una sinestesia de segundo orden que hace corresponder, por ejemplo, a cada objeto del pensamiento o de la percepción con la forma concreta de una imagen sonora. Cuando hablamos de percepción simbólica queremos decir que percibimos solamente aquello que podemos inscribir en el marco de los acuerdos socialmente aceptados del lenguaje. Para dejar abierta la posibilidad de que exista otra forma de percepción, que podemos relacionar con la actividad creativa, estética, aurática, sublime o aterradora, que pueda construir su significado en un túnel de sentido que se prolongue en la lejanía.
La obra gráfica, la ilustración, se configura en principio como un sistema notacional de memoria externa que recupera parcialmente la potencia, la capacidad informativa de la imagen compleja. Que, por medio de unos pocos pero efectivos códigos de representación, facilita el acceso a los palacios de la memoria que, desde la propuesta fundacional de Simónides de Ceos, se desarrollan a través de personalidades tan creativas como las de Raymond Llull, Giordano Bruno, Giambattista Vico o Athanasius Kircher. Para Gómez de Liaño la tradición del arte de la memoria se basa en dos preceptos: la construcción del palacio, y la de las imágenes que vinculadas a las nociones que deseamos recordar, se han de ubicar en los lugares previamente construidos (Gómez de Liaño, 2009: 52). En cierto modo, la ilustración responde a una vocación de dar forma gráfica a estas grandes construcciones imaginarias, de tal modo que establezcan un puente que dé entrada (parcial) a la gran capacidad de procesamiento de la información basada en la imagen compleja analógica.
La ilustración conquista para el orden simbólico territorios que solo pertenecían al universo imaginario. La anamnesis, la evocación de las formas de la imagen compleja desencadenada por medio de experiencias de los sentidos que se resisten a nuestras formas habituales de codificación lógico-verbal, la imagen compleja desencadenada por un olor, un sabor, una sensación corporal, es frágil, inestable, sometida a la labilidad de los sentimientos. Por eso es necesario vincularla, darle un anclaje, por medio de un sistema notacional de memoria externa, que facilite su disponibilidad.
Como podemos constatar al estudiar su evolución histórica, el desarrollo de la capacidad de evocación y de representación de la ilustración no ha sido asunto fácil. Por dos tipos de motivos. Por una parte, sabemos que la capacidad evocadora del objeto mnémico se debilita con el uso, a la vez que aumentan sus posibilidades de inscripción en el orden simbólico. La metáfora, la imagen analógica, el objeto que desencadena el recuerdo, pierde su energía, su capacidad de desencadenar la presencia, a la vez que se rigidifica y adquiere características simbólicas, económicas y eficientes. Por otra, se produce un inevitable fenómeno de realimentación de tal modo que únicamente queda reflejada la información filtrada y codificada por el sistema lógico-verbal, porque nuestro sistema perceptivo ya estaba estructurado con arreglo al orden de los acuerdos simbólicos. Dicho de otra manera: cuando queremos regresar, desde el lenguaje, a formas complementarias que lo enriquezcan por medio de la iconicidad, nos encontramos con la dificultad derivada de que hemos partido de una forma de percepción inteligente definida tras el muro del lenguaje.
El gesto, corporal, icónico, gráfico, con capacidad analógica para la evocación, evoluciona, en aquellas características susceptibles de ser repetidas, utilizadas de forma económica y eficiente, hacia las formas estables de los códigos. La ilustración gráfica, y las formas gráficas que ilustran el discurso filosófico del arte actual, tal vez como todo lo que aspira a ser un sistema de representación, se abre como campo de encuentro, de tejido, entre analogías y sinestesias. Lugar de confluencia en el que puede tomar mayor relevancia una de las dos grandes fuerzas que intervienen. Las pinturas, los grabados, los emblemas, los esquemas, los diagramas, los textos escritos, todo ellos son (o pueden ser), en principio, sistemas notacionales de memoria externa. La sección relacionada específicamente con el arte, tras las vanguardias, ha variado de rumbo para generar otras formas de tensión, de investigación sobre cómo expresar los problemas filosóficos relacionados con lo sentido, de reflexión abierta sobre las formas de conocer el mundo. La obra gráfica actual inscribe su trayectoria en este camino. Mientras la complejidad transitoria del mundo se hace soportable por medio de la estabilidad permanente de un universo simbólico, en la obra de arte se abre a una propuesta de sentido que se tiene que construir en la lejanía, a una renovación cíclica de aceptaciones y rupturas, en el mismo gozne en el que se articula la relación entre palabra e imagen, entre código y analogía, entre sinestesia y metáfora.
En el proceso de inscripción en el universo simbólico, la potencia relacionadora del sistema analógico de procesamiento de la información encuentra los puntos comunes que dan forma a los conceptos complejos en constante reactualización. Complejos en cuanto a que en su formación intervienen multitud de imágenes complejas; simples en cuanto a que son económicos y eficientes, ligados a un acuerdo social, a un código sencillo y efectivo. Sencillos porque sustituyen la variedad cambiante del mundo por un símbolo estable que anida en el sistema perceptivo, que se concreta en una imagen, que puede ser fijada por medio de un sistema notacional de memoria externa.
Construimos una forma de percepción simbólica generada por, y que genera, una relación de ilustración con respecto al lenguaje: el lenguaje explica, concreta, aclara, ilustra lo que percibimos; a la vez que el objeto, la realidad recreada se configura como una forma de ilustración de la forma de relacionarnos con la realidad a través del lenguaje. Sobre una base de relaciones analógicas complejas, el concepto simbólico da forma, y es formado por, la percepción simbólica. La relación sinestésica evoluciona, se especializa, y se hace estable como código, desde una forma de sinestesia primaria que relaciona un percepto con una forma sonora, hasta una sinestesia secundaria que relaciona un concepto o un objeto con una imagen auditiva compleja interiorizada, con una palabra, es decir, un significado con un significante. La sinestesia tiene la misma estructura profunda de relación gratuita estable que el símbolo. La percepción construida, especializada por medio de los códigos del lenguaje, se ciñe a los conceptos, a los convenios socialmente aceptados, como el agua que empapa una prenda de lana se ciñe a su estructura, de tal modo que lo que transmitimos para hablar de la realidad (construida) son representaciones simbólicas de esa realidad perceptiva que también tiene una configuración simbólica.
El sistema analógico es la base tanto de lo que perdura, como de lo que se construye. De lo que perdura con estructura analógica, muchas veces transformado, elaborado, especializado: las semejanzas formales, las metáforas, las asociaciones sinestésicas individuales. Y de lo que se construye como formas sociales estables: abstracciones, conceptos, operaciones, formas lógicas, relaciones codificadas. La sinestesia es una característica diferencial, básica, determinante, que permite el desarrollo del modo de conocimiento propio del ser humano. La sinestesia, como la imagen eidética, aparece en las personas neurotípicas como resto, como síntoma relicto, como cualidad, que pervive, específica del proceso que llevó a la construcción de nuestra forma de conocimiento.
Las sinestesias son sensaciones desencadenadas por un estímulo producido desde otra modalidad sensorial. Al igual que ocurre con la imagen eidética, la persona que experimenta una sensación de sinestesia sabe que no es una alucinación, y sabe que no es la forma de la percepción objetiva actual (Eagleman, 2009: 6). Las relaciones entre palabra e imagen, entre dominio simbólico y sistema analógico subyacente, son sencillas, pero se tornan de una enorme complejidad por su carácter evolutivo, constructivo, que afecta con cambios fundamentales tanto al mismo sistema de observación como a lo que queremos observar. La imagen compleja, la imagen eidética referida a todos los espacios sensoriales, que es la herramienta básica, constitutiva, del sistema analógico, pervive al menos como imagen onírica, imagen de estrés postraumático e imagen eidética. Y se conserva especializada para realizar dos tareas fundamentales en dos formas constructivas típicas de nuestra forma de conocimiento y de reconocimiento: como imagen auditiva que da forma a la línea del pensamiento, y como imagen visual con capacidad para hacer posible que reconozcamos rostros y emociones.
El pensamiento interiorizado, lo que llamamos pensamiento consciente, es una imagen auditiva especializada compleja de nuestra propia voz. El lenguaje es un sistema basado en una gran sinestesia secuenciada, por medio de la imposición de un ritmo complejo y riguroso, que permite una construcción y una inscripción en un esquema lineal. La imagen compleja auditiva sigue un proceso constructivo de especialización útil, lo mismo que la imagen visual restringe su capacidad eidética para conservarla únicamente en las labores de reconocimiento. La imagen auditiva compleja restringe la simultaneidad, las características espaciales, para ceñirse al esquema de la línea del lenguaje, del pensamiento y del tiempo, para articular el gran sistema simbólico que da forma a lo que llamamos pensamiento consciente. Además de en estas creaciones especializadas, la capacidad para la simbolización se basa, al menos, en otras dos capacidades diferenciales pertenecientes al sistema analógico: la capacidad para el ritmo, y la capacidad para la sinestesia vinculada a los sentidos que actúan en la lejanía. Las sinestesias relacionadas con los sentidos de proximidad, de verificación, con el tacto, el olfato, el movimiento, no tienen utilidad en el proceso de construcción del universo simbólico, y son raros los casos que podemos encontrar de pervivencia entre los adultos. Paralelamente, el proceso de simbolización, el número de palabras que se refieren a los contenidos generados por los sentidos de proximidad, de verificación, es extremadamente reducido. Existen muy pocos términos específicos para tratar del olor o del tacto (en su vertiente no espacial).
El lenguaje es una extensa sinestesia estable entre perceptos visuales y espaciales, e imágenes auditivas pautadas con una estructura rítmica. La percepción simbólica, en su proceso de especialización, prescinde también de los innumerables matices que afectan al color: “las formas esencialmente cromáticas de la pintura marcan una distancia y una resistencia ante cualquier intento de ser verbalizadas” (Martínez Moro, 2004: 74). Frente al número de unos siete colores utilizados en la lengua de un europeo medio, los siete millones de matices diferenciales percibidos. El lenguaje escrito es una sinestesia de retorno, inscrita en un dominio simbólico ajeno al color, entre una imagen sonora y formas perceptivas visuales. “En la caja de tipos, a la que nosotros uniremos el estereotipo, subyace, en definitiva, una evidente voluntad por racionalizar, numerar, alinear, encuadrar y contener en blanco y negro la imagen del cosmos” (Martínez Moro, 2004: 74). En este planteamiento encajan otros sistemas notacionales de memoria externa, los diagramas, emblemas, esquemas, cuadros, jeroglíficos, monogramas, croquis, etc., enriquecidos con símbolos icónicos y con aplicaciones de color pertenecientes a la paleta reducida simbólica. Y, en el extremo, las formas de investigación que se abren a la pintura y el arte contemporáneo que, frente al dominio de las restricciones que circunscriben el sistema simbólico de las sinestesias a las relaciones de la imagen sonora con lo visual-espacial, se abren a propuestas de investigación que se detienen en el matiz, en la cualidad material, en el tamaño como invariante no simbólico, o en el espacio transitable de punto de vista múltiple. Es como si no pudiéramos representar simbólicamente las imágenes procedentes de otros sentidos. O como si no nos interesara utilizar los sentidos de verificación, sino aquellos que permiten la construcción en la lejanía de una realidad sustitutoria o impositiva. La notación musical es también un sistema de sinestesias que vincula imágenes sonoras e icónicas, que fija pautas para características diferentes de los sonidos, y que permite la inscripción de la simultaneidad en una línea temporal desdoblada, multiplicada.
Los sistemas notacionales de memoria externa son siempre sistemas sinestésicos en cuanto tienden a inscribirse en el universo simbólico, con voluntad de permanencia y de estabilidad. Tal vez sería inadecuado llamar sistema notacional a la utilización de anclajes analógicos externos con capacidad evocadora, tales como la metáfora, el objeto guardado para el recuerdo (el “souvenir”), la representación de los más leves matices cromáticos, la capacidad evocadora del sabor o del olor en el caso de la magdalena proustiana. Sería inadecuado porque no están sometidos a código, a acuerdo social, porque se inscriben en la intimidad del recuerdo individual desencadenado en unas circunstancias concretas. Por muy evidente que sea la relación de semejanza, por muy clara que sea la utilización de una metáfora, siempre remite a una experiencia personal que no implica la existencia de un código establecido. Sabemos que, por medio del uso, se producen dos fenómenos paralelos inevitablemente vinculados: la metáfora (o la magdalena) se rigidifica, toma características simbólicas; a la vez que pierde la fuerza de su capacidad primitiva para la evocación de la imagen compleja.
Si el pensamiento consciente es una gran sinestesia construida sobre la especialización de la imagen auditiva compleja en las personas que siguen la forma habitual de desarrollo cognitivo, y si los que mantienen un sistema analógico de procesamiento de la información no han realizado esta especialización selectiva de la misma manera y continúan utilizando imágenes complejas en diversas formas no especializadas o con especializaciones singulares, sería de esperar que encontráramos una gran cantidad de relaciones sinestésicas en las formas de pensamiento de aquellos que no han seguido las pautas habituales de construcción de nuestra forma neurotípica de conocimiento. Las divergencias constructivas que podrían desarrollar pueden ser muy sorprendentes pero, si sabemos que los sistemas notacionales de la memoria se basan sobre las relaciones sinestésicas entre las imágenes visuales y auditivas, no debería extrañarnos que los que desarrollan una gran capacidad de memoria operativa utilizaran variados sistemas de sinestesias diferentes, sorprendentes.
En la compleja relación dinámica entre palabra e imagen, la función de la palabra toma forma como sistema que sirve para anclar, controlar, atemperar todo lo sentido, lo que procede de los sentidos y los sentimientos. Por eso, una persona de pensamiento analógico dominante, que no haya construido unas formas neurotípicas de conocimiento que sirvan para controlar lo sentido, presentará claras divergencias con respecto al esquema de lo que se ha llamado Disonancia Cognitiva (Festinger, 1975: 13-19; Gazzaniga, 1993: 107-123). La disonancia cognitiva se desencadena como manifestación de una contradicción más o menos intolerable para el orden del sistema lógico-verbal, que reacciona elaborando las sentencias necesarias para recuperar el equilibrio cognitivo amenazado. La disonancia cognitiva es una forma de alarma que salta cuando los mecanismos habituales de la represión epistemológica no han sido suficientemente efectivos. Por todo esto, en el caso de pensamiento analógico dominante las estrategias de reducción de la disonancia serán mucho menos efectivas. Podría ser más difícil que se desencadene el conflicto cognitivo entre el ámbito del deseo, de lo sentido, y el dominio del deber ser, el orden lógico-verbal, pero a costa de que la capacidad para reducir la disonancia, la posibilidad de que la palabra recupere su función de control y organización de lo sentido, sea mucho menor. En este marco, el arte en general y la obra gráfica en particular aparecen como lugares específicos en los que se investiga nuevas maneras de roturar espacios limítrofes, de ordenar divergencias, de experimentar otras formas de expresar y controlar lo que procede de los sentidos y de los sentimientos.
En el ser humano parece haber, en los procesos de construir sus estructuras de conocimiento, dos mecanismos básicos que sirven para mediar en su relación con el mundo: la metáfora y la sinestesia. La metáfora actúa por medio de relaciones de identificación que permiten vincular imágenes complejas dentro del sistema analógico. La sinestesia, por medio de relaciones de identidad, sirve de base para el desarrollo del sistema lógico-verbal. El fenómeno de la sinestesia puede: “haber resultado decisivo en la evolución del pensamiento abstracto” (Ramachandran y Hubbard, 2003: 26). La metáfora está más directamente relacionada con las vías de entrada que se abren desde la complejidad del mundo hacia la persona, con lo sentido y con el territorio de lo imaginario; mientras la sinestesia permite la construcción de una realidad impuesta desde la persona sobre el mundo, con la formulación de un dominio de lo simbólico.
El arte, desde el momento en que declara su vocación filosófica, desde que hace explícita su función epistemológica, y la obra gráfica como territorio específico de investigación, desenvuelven su actividad en un espacio de mediación entre la analogía directa, las relaciones metafóricas, y las nuevas formas de ordenar lo informe por medio de propuestas que puedan crear nuevos vínculos de conocimiento, nuevas relaciones entre lo sentido y lo simbolizado. Se ha encontrado que: “la sinestesia en personas creativas septuplica su frecuencia entre la población en general” (Ramachandran y Hubbard, 2003: 25). En este esquema teórico, la capacidad para las sinestesias aparece como una característica general y como una cualidad diferencial del ser humano que permite el desarrollo de todo el universo simbólico. Las actividades creativas vuelven a ocupar esos cauces de relación, esos tránsitos verticales que permiten el tráfico en los dos sentidos, entre lo real desconocido, la percepción, los sentimientos y el lenguaje.

III.               Los recodos, los remansos, las decantaciones.
Desde que comenzara, por medio de las aportaciones que le dan forma, el fluir de la colección, en el año 1995, ha sufrido y gozado de una constante transformación: la obra gráfica se ha abierto al diálogo con otros medios limítrofes, se ha dejado inundar y ha inundado territorios de mestizaje que no habían sido antes hollados. Se han planteado diálogos entre las posibilidades expresivas de las técnicas tradicionales de manipulación directa, entre la sabiduría de los métodos decantados a través del constante rodar del tiempo, y las aportaciones que van ofreciendo nuevas formas de encuentro, técnicas mixtas, posibilidades de integración de corrientes procedentes de lugares tan variados como lo específico pictórico, la fotografía, la escultura, la arquitectura, la sociología o el urbanismo. La obra gráfica se abre como lugar de encuentro, de aceptación, en el que las diferencias materiales de origen tienden a desaparecer para dar realidad a su vocación específica que es la de multiplicarse, diversificarse y enriquecerse en la recepción.
La colección nace con los aguafuertes de Alfonso Albacete (1950), obras de la época de sus trabajos sobre el mito de Narciso, la barca que navega abrumada de piedras, el ser solitario que se distingue y se refleja en el mundo, propuestas que giran en torno a esa vivencia solitaria por la que no nos queda más remedio que enfrentarnos al otro que nos da forma, que nos constituye. El instrumento para cercarlo, el lugar donde se produce la búsqueda, es el espejo, el grabado, el mundo de los reflejos de la imagen que aparece como lugar para la reflexión, puerta de acceso al espacio interior donde pueda darse una relación de identificación, un contacto auténtico, con la parte elusiva del sí mismo, que cubra el vacío de esa figura central, de ese Narciso que se sumerge agónico en el abismo de la obra de arte.
La obra gráfica de Xavier Grau (1951) parece revelarse en un estanque de aguas que filtran juegos producidos en el marco de lo específico pictórico. El rumor de las formas surge por medio de trazos cortos, insistentes, en una atmósfera líquida de colores liminares, de transparencias, decantaciones, fosilizaciones, zonas cubiertas que dejan traslucir antiguas presencias. Es una obra que parece haber decidido crecer en un espacio intermedio entre abstracción y figuración, en el que se plantea un diálogo del autor con la materia, entre lo que puede ser percibido y lo que se diluye sin forma.
Juan Navarro Baldeweg (1939) se detiene en el estudio de factores espaciales, sensoriales, luminosos, cinéticos, en la representación de las fuerzas que intervienen para dar forma a nuestra relación con el hábitat y con la naturaleza. Se detiene en la investigación del vacío, en la habitación vacante, en los huecos o moldes que tallan los sucesos vitales. Como ocurre en sus Nayas, espacios mediterráneos en los que se da un encuentro suave, lento, entre el interior de la vivienda y las solicitaciones inestables, cambiantes, del exterior, de la intensidad de la luz y del aire. Navarro Baldeweg convoca relaciones de sinestesia que se extienden desde el tacto y el movimiento hacia el color para mostrar espacios organizados, más que por la perspectiva, por vivencias infectadas de tiempo y de sensaciones.
Estampas sencillas y fuertes, construidas con colores saturados, primarios, rojo y negro, casi monocromas. Ricardo Cavada (1954) nos ofrece, antes que objetos o espacios, una obra que se desarrolla como malla, superposición de estructuras, redes, palimpsesto, para hablarnos del cuadro dentro del cuadro, para acercarse a un viaje solitario e introspectivo, para seguir un camino de exploración ascética que ofrece su presencia al margen del universo simbólico. Opta por articular una geometría del color porque sabe que es un territorio adecuado en el que pueden confluir las imágenes y los sentimientos.
En Ricardo Calero (1955) encontramos la obra como pequeño suceso, como sombra o insinuación, como ausencia evocadora de una presencia frágil, a punto de desaparecer. Son piezas sensuales y ascéticas, con gofrados que aluden a tejidos, sedas, transparencias, huellas le luz y de silencio. En la época de estos grabados, trabaja específicamente sobre la memoria y la ausencia, sobre la marca que por medio de la presión se constituye en objeto mnésico, con capacidad para tender puentes entre el mundo exterior y lo interior, entre el suceso y su rastro.
En los grabados de María Gómez (1953), pertenecientes a la época en que realiza sus Constelaciones, podemos ver sus alados personajes nocturnos, la leve claridad, el reposo de la naturaleza, el despertar de los sentidos a las sutilezas de la parte obscura, a la armonía del silencio y de los sonidos ocultos. La noche acogedora como territorio en el que son posibles otras relaciones de conocimiento al margen del dominio de las formas nítidas que delinea la abrasadora luz solar. María Gómez nos propone habitar el espacio complementario de las sensaciones olvidadas, en el que aparecen susurros acariciantes, sonidos teñidos de colores dulces.
Curro González (1960), heredero de la estética del collage pop, utiliza en su trabajo un trazo anónimo para organizar composiciones en las que se mezclan diferentes entradas informativas, desde una postura ecléctica e irónica que parece remarcar una cierta falta de intencionalidad. En la obra gráfica, lo que era una gran variedad de seres extraños, de colores y de tratamientos diversos, de citas icónicas, aparece atemperado, reducido al contraste de figura y fondo, a una única cita singularizada sobre el dibujo de unos diletantes desvaídos: el perrito, pequeño y ridículo, como emblema significativo en el entorno del escaparate del arte, desde una postura distanciadora y autocrítica.
Las dos obras de Javier Baldeón (1960) pertenecen a la época de sus trabajos sobre la caverna y las sombras, de finales de los 90, para los que retomó la denominación de “esquiagrafía”, técnica unida al mito del origen de la pintura y al dibujo basado en los contornos proyectados por las figuras iluminadas. La imagen evanescente revela solo un mundo de sombras y espejismos que nos separan de lo real desconocido. En el bosque de las señales, a través del muro del lenguaje, las direcciones prioritarias parecen definidas por las marcas de la sociedad de consumo, como parte que destaca con una mayor relevancia.
Juan Ugalde (1958) mezcla en sus obras trazos gestuales, enérgicos, de pintura, sobre imágenes fotográficas que aportan una base figurativa. Esta mezcla de técnicas, de fragmentos y estilos, que se prolonga de forma coherente en una mezcla de diferentes realidades, que reflejan una postura crítica, ecológica, de nuestra sociedad, tiene una gran estabilidad a lo largo de su trayectoria. La descripción precisa de una realidad desquiciada aparece organizada con una sabiduría compositiva que atiende a los juegos de figura y fondo, de entonación y contraste, de centros de atención y equilibrio, que hace que veamos estas obras como un espacio paisajístico extrañamente unitario.
La preocupación por la función filosófica del arte y por la vinculación con un compromiso social son motivos centrales en la trayectoria de Manolo Quejido (1946). Desde sus comienzos, plantea proyectos vinculados a la necesidad de seriación, relacionada con la influencia del Equipo 57 y con su trabajo en el Centro de Cálculo, que se prolonga en estos grabados, en estos espacios geométricos para pensar. El ser humano aparece integrado, constituido, en el marco de unas formas rigurosas de líneas duras y colores saturados.
Alfonso Galván (1945) nos muestra una imagen compleja de la naturaleza misteriosa, delineada con la finura y la gracia compositiva de las estampas japonesas. Obras en tonos grises, con gradaciones de lejanía, de las que forma parte constituyente el sello rojo de la firma. Nos ofrece una concepción dramática del paraíso perdido, la tierra todavía vacía, no hollada por el hombre o por su cultura, en la que se desatan las fuerzas desconocidas de una naturaleza mitológica, entre brumas, cataclismos y soledades que no han perdido su trágica inocencia.
Joaquín Capa (1941) desarrolla su obra en el territorio de una abstracción matérica ligada a las técnicas del grabado y a la sensualidad de sus múltiples cualidades. Su obra se inscribe en la línea de una abstracción lírica que busca representar la esencia propia de la expresión pictórica, ahora, en el ámbito específico del grabado. El incidente material, la reflexión sobre la huella aleatoria, el diálogo abierto entre intencionalidad y azar, van dejando sobre la superficie acotada, experimental, de la obra los núcleos de interés que podrían llegar a sufrir una transformación entre lo que eran índices y podrían llegar a ser símbolos.
Las litografías sobre piedra de Jordi Teixidor (1941) son obras realizadas tras la lenta evolución de su trabajo titulado Las Contradicciones, que le conduce a series de cuadros negros sobre los que aparecen rastros dorados, que evolucionan hacia estas huellas gestuales rayadas que se entrecruzan formando campos de equidensidad, semejantes a formas de escritura automática. El límite del campo de la obra es casual, como un incidente que deja ver una realidad fraccionaria. Son obras contenidas, elegantes, duras, ascéticas, de aceptación y renuncia al margen de toda veleidad narrativa.
Los monotipos de Patricia Gadea (1960–2006) son representativos de su concepción del arte como actividad llena de ironía, humor y delirio, de una crítica radical y rupturista para la que es más importante la idea que la realización final. Están compuestos como collages basados en el pop art y el apropiacionismo postmoderno, en el cómic, en la existencia de un plagio creativo, en heurísticas sustentadas en encuentros insólitos, en la multiplicación de significados producida por la yuxtaposición.
Las litografías de José Manuel Ciria (1960) se inscriben en su apuesta por ocupar un espacio específicamente pictórico. Pertenecen a la época de sus Parajes binarios, lugares, encrucijadas en las que la acción se detiene, en las que los elementos fluidos han quedado fijados en espera de ser motivo de una reflexión posterior. Parajes binarios no porque tengan ninguna relación con códigos matemáticos, sino porque se articulan como lugar de encuentro de dos direcciones opuestas: la transitoriedad y el tiempo detenido, el azar y la premeditación, la forma y lo amorfo, el espacio uniforme y el color singular, la figura y el fondo.
Las constelaciones orgánicas de Antonio Forgué (1952) se pueden incluir entre los procesos pictóricos de investigación que giran en torno a las cualidades intrínsecas del medio, a los incidentes materiales que desencadenan los juegos líquidos de la propia pintura, seres acuáticos, formas determinadas por la tensión de las superficies y por la fuerza discriminadora de la mirada.
Chema Alvargonzález (1960–2009) nos ofrece dos fotografías de la época de sus trabajos sobre las ciudades. Imágenes que se estructuran en torno a una visión central y una visión residual periférica, que nos hablan de los márgenes de lo percibido y lo nombrado. Son tácticas de enfrentamiento entre el paisaje y el sentimiento, punto de encuentro en el que se disuelven las formas para transformar un espacio supuestamente habitable en un territorio en el límite de su desaparición. La relación del habitante y el hábitat se prolonga en la señalización del lugar del receptor frente a la obra. Son trabajos que tratan sobre la fugacidad y la inconsistencia, sobre el desarraigo en el tiempo y en el espacio.
Las dos fotografías que Mayte Vieta (1971) nos ofrece con título tan sugerente son prolongación de su serie de grandes fotografías titulada Cenizas, en la que, con una delicada intervención en la gama cromática, consigue remarcar la sensación de irrealidad, la presencia del paisaje como lugar para los sentimientos, para crear reflejos e inversiones entre lo exterior y lo interior. Espejismos desolados, soledad inacabable, sobrecogedora y acogedora, belleza del silencio, imágenes dramáticas que parecen ubicarse en un punto intermedio entre el sueño y la vigilia, para levantarse como lugares emblemáticos, que se prolongan en la lejanía de un sentido tan cierto como fugitivo. Provoca una necesidad de conocer aquello que se esconde más allá de esos horizontes emocionales y conceptuales.
Manuel Saro (1970) trabaja sobre la forma de representación pictórica del espacio arquitectónico y sobre los espacios imaginarios recreados en la recepción. Parte de imágenes fotográficas obtenidas muchas veces en los propios interiores en los que se va a celebrar la exposición para, una vez realizada la copia sobre papel, trabajar por medio de pintura y de reservas, e integrar todo el proceso en una copia fotográfica final. La fusión de la perspectiva inicial con la perspectiva imaginaria de colores primarios superpuesta da lugar a un territorio para la ambigüedad y la sorpresa, en el que cualquier experiencia perceptiva se hace sospechosa de inadecuadas complicidades.
Las dos serigrafías de Francisco Suárez (1965) pertenecen a los trabajos reunidos con el título de Viaje a las flores. Es una obra confidencial, intimista y poética, perteneciente al final de una etapa, en la que se intuye el cambio hacia sus profundos espacios nocturnos. Con una técnica muy depurada, enfrenta goteados de una perfección sorprendente a formas geométricas duras, o a eflorescencias producidas en las placas de cultivo de la pintura. Los secretos de la materia aparecen organizados en secuencias increíbles punteadas por incidentes ocasionales. Es un trabajo en el que hay una postura de escucha casi mística, un amor a la materia cercana y a sus cualidades fascinantes.
La obra de Edwin Bechtold (1966) se enmarca en la serie titulada Signos en el espacio, como continuación de la larga trayectoria dedicada al ángulo, la superficie y el espacio. Se trata de un informalismo conciso, diáfano, de geometría elemental, que saca partido de la tensión visual creada por formas contundentes, entre parejas conceptuales tales como la de espacio y vacío, forma y color, concentración y confrontación. Bechtold es un autor que siempre se ha preocupado por buscar la armonía de contrarios, partiendo de una dualidad básica general: la que opone arbitrariamente las solicitaciones emocionales, sensuales, y las instancias conceptuales.
Abraham Lacalle (1962) nos ofrece una imagen ruidosa, llena de referencias narrativas, densa de colores y formas. Esta obra pertenece a la exposición On the road, dedicada a evocar los mitos de la vida en la carretera como lugar de libertad y de huida. Desde un punto de partida sarcástico y literario, desarrolla estructuras que crecen como puzzles, espacios fragmentados, aditivos, por medio de los que le propone al receptor una desinhibida contemplación cómplice, balizada por una red de citas que se ordena como un jeroglífico sobre un espacio multifuncional en un camino lleno de sorpresas.
La fotografía de Carlos Irijalba (1979) pertenece a la serie Devices dedicada a analizar los elementos que sirven para designar el lugar del espectáculo y para reflexionar sobre las herramientas que forman parte de la propia obra. Estos artefactos, estas estratagemas, preludian su trabajo Twilight, la mezcla de luces en el crepúsculo cuando ilumina con una gran torre, semejante a la de un estadio de fútbol, el bosque de la Selva de Iratí, para obtener imágenes que revelan una visión sobrecogedora y alucinada del paisaje nocturno, para hablarnos, más que de la potencia de estos grandes focos, de su incapacidad para iluminar la inmensidad sombría del bosque.

Bibliografía:

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